Otro día amanece en Torozos. El agudo grito de las golondrinas me hacen despertar en la alcoba del caserón del viejo molino, a cuya piquera se asoman estos maleducados y frágiles vertebrados en busca quizá del resto de lo que algún día fue su mayor fuente de reservas de alimento. Viendo la escena desde el ventanal de la habitación, pienso… es imposible, estos pajarracos no han conocido este molino en su plenitud, cuando los paisanos arrimaban sus carros con el grano para que el Señor Octaviano, repasara la piedra al fruto bendito de la tierra y del esfuerzo y lo convertiría en harina para cocer esos riquísimos panes, que aunque fueran de los de comer diez días después, sabían a gloria bendita. ¡Vaya canteros! Acacio, el panadero ese sí que tenía arte en la cocción.
Que hará a estos voladores, volver año tras año a este lugar; quizá el recuerdo pasado genéticamente por sus padres, y que como tradición a sangre y fuego, les obliga a visitar el lugar que algún día sació la hambruna a sus antecesores.
Quien está en el molino, muele; el que no, va y viene. ¡Qué gracia! Y que sabio es el populacho, con este dicho, se explica la regla de oro de lo que ahora conocemos como coger la vez. Antaño, y no hace muchos años, la solución a las colas en los molinos era este dicho, que todos conocían. Si no estabas a la hora de tu turno, éste corría al siguiente en la puerta.
Pasábamos el día entero en el molino… mi padre me levantaba temprano, para ser de los primeros en estar en la puerta. Después comenzaban a llegar otros, pero a mi padre no le quitaba la vez nadie; solamente era cuestión de madrugar media hora más que el resto de los días. Cuando quería aparecer el señor Octaviano, ya tenía un grupo de clientes que le recibían con bromas referentes a secretos de alcoba, desconocidos entonces para mí, pero que ahora, entiendo al molinero, que prefiriera, estar con la molinera que aguantar a los paisanos en la friccionante tarea de crear paniza.
Me encantaba atar los sacos, y apilarlos como si de soldados en formación se tratasen, todos alineados, casi iguales en la talla, parecidos en el peso. Pero lo mejor estaba por llegar.
A eso de las once era la hora del almuerzo, torreznos, chorizos, tocino, jamón y cómo no, la bota de vino que corría de mano en mano como si de una falsa moneda se tratara. Aquellos, Severino, Graciliano, el señor Octaviano y Valeriano, me enseñaron los secretos de atinar el chorro del líquido elemento que desprendía el trozo de piel seca, incansable en todas las faenas del campo. Creo que ese día cogí una chispa, pero no por la cantidad bebida; sino por el ambiente de adultos que viví. ¿Por qué será que de peques nos han llamado siempre la atención, los chascarrillos, tertulias y corrillos de los mayores? Que si la mujer del pastor ese que vino de otro pueblo y puso un quiosco, que si la hija de Marina, que marchó a Barcelona y ahora está muy bien situada. Todos los comentarios, siempre acababan en comentarios lúbricos. Me encantaba.
La carga de mis soldados, ese era para mí el mejor momento, mi padre reculaba el remolque hasta la puerta donde terminaba su línea la cinta transportadora, que el Sr. Octaviano arrancaba en un interruptor de cuchillas, al que nunca me atreví accionar, pues pensaba que era un arma del demonio, al ver los cobres descubiertos, con un color azulado, y restos de un chispeante contacto. No sabía que el trozo de madera, era el salvoconducto a una muerte por electrocución.
Cogía la carretilla en forma de ele, casi era tan alta como yo, enormes ruedas de madera, y un eje que chirriaba al rozar por las orejetas del tubo de su estructura, que seguro había reparado mil y una vez el molinero, pues tenía remiendos por todos lados. ¡Qué le hubiera costado llevársele una tarde al Señor Vidal, el herrero, seguro se lo quedaba como los chorros del oro!
Pues bien, uno a uno, iba cargando los soldados en la cinta y allí estaba mi padre, asegurando su colocación encima del remolque para que hubiera sitio para todos en aquel remolque. A veces me gritaba mi padre diciéndome que no corriera tanto. Y es que, como cunde el molino, parece que de un remolque rasado de grano, te llevas más de lo que traes, pues la carga remonta por encima de las cartolas, pero no, te llevas lo mismo; ni para ti ni para mi, aunque todos le hacían bromas al señor Octaviano, de que la piara de cerdos que tenia, los criaba con lo que barría.
Después volvíamos a casa que aún quedaba trabajo, descargando los sacos colocándolos en la nave de los marranos, para después echar el contenido para que comieran los gochos.
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